Y es que para
quien no se haya parado nunca a preguntarse de dónde viene esa maldita palabra
que muchos repetimos unas 200 veces al mes y que nos trae de cabeza, la palabra
cine viene del griego “kiné”, que significa movimiento y de “grafós”, que
significa imagen. Imagen en movimiento, un conjunto de fotos que pasadas a la
velocidad adecuada (24 por segundo) engañan a nuestros ojos y hacen creer a
nuestro cerebro que lo que vemos se mueve. Eso es el cine, no es más que eso,
un maldito y brillante truco de magia, un engaño a nuestros sentidos, una
tomadura de pelo a nuestro intelecto.
Cuando vamos al
cine, vamos con esa extraña predisposición a ser engañados, a que nos cuenten
una mentira. Nada de lo que vemos en pantalla está pasando realmente, todos es
producto de la idea de un guionista, la maestría para materializarla de un
director y la interpretación de unos actores. Lo que yo diga, una burda
mentira.
Pero sabéis que os digo, ¡bendita mentira! Y es que la verdad, la realidad, es demasiado aburrida como para conformarnos con ella, y los que hemos aprendido a amar esto del cine, hemos aprendido a amar la mentira y a vivir en ese mundo ficticio donde absolutamente todo puede pasar. Vamos, ¿no me digan que no es más divertido?
Pero sabéis que os digo, ¡bendita mentira! Y es que la verdad, la realidad, es demasiado aburrida como para conformarnos con ella, y los que hemos aprendido a amar esto del cine, hemos aprendido a amar la mentira y a vivir en ese mundo ficticio donde absolutamente todo puede pasar. Vamos, ¿no me digan que no es más divertido?
Ustedes eligen, yo simplemente les invito a pasar y
darse un paseo por el arte, por el séptimo concretamente…
De modo, que
repitan conmigo: directores, ¡váyanse a su casa! ¡No me engañen más! ¡No me
tomen por tonto! ¡No me provoquen una risa con alguien que no existe, ni hagan
derramar mis lágrimas por gente que no es real! Directores, ¡pudríos! ¡Arded en
el infierno! O mejor aún… por nuestro bien, seguid haciendo cine…